miércoles, 10 de agosto de 2011

CUATRO DÍAS DE AGOSTO

Me sumergí hace tiempo en océanos de olvido, allí donde el dolor es tan tenue que se confunde con el palpitar de un oleaje muy lejano. Sin necesidad de respirar, fui descendiendo a profundidades abisales, cómodo, en una postura casi inerte, fetal. El océano y sus corrientes: ese era mi referencia, y yo, sin atreverme a reír, me abrazaba las rodillas y las apretaba poco a poco con fuerza. Ése era yo.

Pero me calentó la nuca un rayo de luz tan intenso que aún allí donde yo estaba, meciéndome a merced de flujos marinos, rompió el olvido y me hizo reír y alegrarme desde el principio.

Alcé la cabeza y recordé. Pasé cuatro días de agosto nadando hacia la luz, cálida, materna, generosa y bellísima. No recordaba la luz.

Y casi no la recordaba a ella.

Salí del mar, desnudo, indefenso, con la piel arrugada y salada. Era feliz, por haberla visto, por haber reído. Y ahora el ocaso me dejaba solo, consciente de mi soledad, angustiado, triste y tiritando.

Hay cosas pequeñas que cambian una vida entera, aunque nadie lo note.

Hubo cuatro días de agosto que, por sí solos, hicieron que valiera la pena vivir. 

No me rendiré.